May 26, 2009

Toma 3: tren


Alguna vez escuché que si algo pasa una vez, puede nunca volver a suceder, pero si pasa dos veces, inevitablemente ocurrirá una tercera. Así pasa también con las personas. Así me ha pasado a mi.
Cada mañana tengo que tomar el subterráneo para llegar a mi escuela. Salgo de mi casa corriendo hasta la estación, abordo el subte y bajo a una cuadra de la escuela, donde vuelvo a correr para entrar antes de que suene la campana de entrada. Es mi rutina y por lo general no pongo más atención que a mis pasos, y, a veces, a mi tarea sin terminar. He logrado perfeccionar la técnica de terminar los deberes en el subte, así sea sentada o de pie en medio del tumulto. Y por eso nunca me percato de que hay cientos de personas que abordan el mismo vagón que yo, y se bajan en la misma parada que yo.
Claro que siempre existen ocasiones en que un factor cambia y toda la ecuación tiene un nuevo resultado. Y algo cambió una mañana de junio, a mitad de las vacaciones de verano.
No sé por qué, pero la noche anterior no podía dormir. Di vueltas interminables sobre mi cama, incómoda e insomne. Era horrible y me estaba hartando, por lo que decidí prender la luz y revisar mis cosas de la escuela: había una tarea a medio terminar para el primer periodo que planeaba terminar en el tren de camino a clases. Como el sueño no llegaba, se me hizo muy fácil leerla, terminarla y si aún estaba despierta adelantar algún ejercicio fácil del libro. Ni qué decir que luego de terminar la tarea me quedé totalmente dormida, dejando de lado la idea de adelantar algo. Así, al otro día estaba totalmente libre a la hora de abordar el tren.
Cabe aclarar que para estos días no llevábamos el uniforme obligatorio. Al ser verano, nos dejaban ir en ropa normal, siempre que no fuera demasiado provocativa, por lo que no me molestaba ir en jeans y alguna blusa linda de mi guardarropas, y la mochila con los libros en la espalda. Así que si algún otro estudiante iba en el tren, yo ni cuenta me daba.
Llegué más temprano que de costumbre al vagón, y tuve la suerte de encontrar un asiento vacío a unos pasos de la puerta, en donde me acomodé sin pensarlo. Y esperé unos minutos a que cerrara la puerta y saliera disparado rumbo a la escuela. Aburrido... hasta que dos segundos antes de que se cerraran las puertas oí un golpe y vi escurrirse adentro del tren a un chico como algunos años mayor que yo, con el cabello enmarañado y los pantalones desgarrados. Ya que se veía mayor pensé que iba a la escuela de al lado, a los cursos preparatorios para los exámenes universitarios: después de todo, las clases comenzaban en septiembre y los exámenes de admisión debían aplicarse a mediados de julio. Como sea, este pensamiento me duró dos segundos, pues di la vuelta y me dediqué a escuchar música con los audífonos y no ponerle atención a nada del vagón hasta que llegara a mi parada. Decidí sobre todo esto último después de ver a la gente que entraba y salía: señoras, hombres de negocios, niños en grupos de tres o cuatro, chicos y chicas como de mi edad, y gente de dudosa procedencia y ocupación. Me mareaban y preferí dejarlo por la paz: mejor mirar al piso y no pensar en nada, que andar averiguando la vida secreta de cuanto vago pasara frente a mi.
Para cuando llegué a la escuela, el chico despeinado ya era un recuerdo borroso, y tras un par de semanas, ya ni siquiera formaba parte de mis memorias.
Algo que pasa una vez puede nunca volver a pasar... este no es el caso. La siguiente vez que lo vi la situación fue opuesta. Llegaba corriendo al vagón, tarde como siempre, y las puertas se cerraban para mi. Ya me había hecho a la idea que llegaría tarde, y que con el impulso que llevaba llegaría a estamparme contra las puertas cerradas del vagón, por lo que cuando sentí que chocaba con alguien y que ese alguien me tomaba de los brazos para no golpear las puertas con la cabeza entré en una especie de mini shock. Cuando me volvió la sangre al cerebro y pude abrir los ojos, me di cuenta de que mis suposiciones habían errado: no me estampé, no me quedé afuera, no iba a llegar tarde a la escuela, y alguien me había salvado de sufrir una contusión en la cabeza. Y ya que pude digerir todo eso, me sorprendí de una cosa más: estaba atrapada (literalmente -había mil gente en el vagón y desafiábamos las leyes de la física) entre los brazos del chico del despeine. Y él me estaba viendo con ojos de curiosidad, mientras mi cara se inundaba de rojo hasta las orejas.
Cuando nos acercábamos a mi destino se lo hice saber sin palabras, alejándome lentamente de él y de su abrazo forzoso. Pero el no aliviaba la tensión de sus brazos, sino que parecía no notar mis esfuerzos por soltarme. Al contrario, cuando anunciaron por el sonido la siguiente estación, tomó una de mis manos y me jaló entre el gentío para quedar ambos sobre la plataforma, sin decir una sola palabra. Y, con una radiante pero perturbadora (ésto por la ausencia de palabras de su parte, y, bueno, de la mía) sonrisa, me soltó la mano prisionera y salió corriendo hacia la salida.
Esa vez volví a llegar tarde (más tarde que de costumbre) a la escuela. Tarde y desorientada, y con la tarea a medio terminar.
Y como lo que pasa dos veces pasará una tercera, estaba segura de que lo volvería a ver.

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