DISCLAIMER:
Esta es una historia (copia barata de un libro que amé) que no terminé de escribir. Que ni siquiera comencé, para dejarlo claro. El inicio es idéntico a ese libro que amé. Lo demás, iba saliendo de mis dedos. (Creo que no debería preocuparme ya que nadie pasa a leer este blog, ¿verdad?) Tal vez un día lo continúe...
Había una vez una prostituta.
No, mejor no. Un gran escritor alguna vez escribió un libro de esa manera. y por eso creo irrespetuoso (además de criminal) copiar esa línea de entrada. Mejor, digamos que érase una vez una niña que, por azares de la vida, se convirtió en una vendedora. La vendedora del placer.
Martín es un hombre responsable. Va a trabajar diario, así su salud esté mal o su cabeza lo mate. Compra el periódico todos los días para estar enterado de lo que pasa y no pasa en la ciudad. Corta el césped de su jardín, saca la basura, pasea a su perro, asiste a las juntas escolares y sale con su familia todos los fines de semana así llueva o caiga nieve afuera. Es un hombre responsable de una carga que él no quería, pero que sabe que merece.
A causa de un preservativo defectuoso, su novia de la secundaria terminó embarazada, y como eran otros tiempos, tuvo que casarse con ella. Huir no era una opción, como tampoco lo era tener al bebé sin estar legalmente juntos. En sus familias, la deshonra era lo último que podía soportarse. Así que abandonó sus sueños de viajar, de trabajar como corresponsal y conocer el mundo, para hacerse cargo de la familia que él no pidió. Quince años después, Martín tiene dos hijos, una esposa que lo ahoga, un trabajo mal pagado y el deseo de morir. Es un hombre normal en un país del tercer mundo. 35 años y la mentalidad de un anciano.
¿Y la prostituta?
De la unión de un árabe perdido en España y de una española demasiado "hospitalaria" nació una niña de ojos aceitunados y tez morena. Su madre la llamó Eva (un nombre que forma parte de la ironía de su vida, de la cual en este momento no sabe nada, pero de la que algún día se reirá y/o despreciará). A causa de su apariencia tan diferente, Eva era víctima de miradas y rumores. La "hospitalidad" de su madre era famosa, y ella era la prueba viviente que los vecinos necesitaban. Sin embargo, Eva luchaba por ganarse un lugar en la sociedad que tanto la repudiaba, y a tan corta edad, trataba de hacer amigos y lloraba cada vez que el niño al que acababa de conocer la rechazaba por órdenes de su madre. Eva no entendía, y mamá hacía poco por explicarle por que las mamás de los otros niños la veían de esa forma y se alejaban de ella como si apestara.
Y luego, mamá murió. Un virus, se dijo. Sin cura ni tratamiento, dijeron. Sólo se fue apagando hasta acabarse. Eva tenía 6 años.
Llevada por las circunstancias a un orfanato, Eva creció sin amor, sin hogar y sin familia. Pronto sería una adolescente y no tenía una figura que la orientara en los peores años de su vida.
Y entonces, la adoptaron.
Catalina, Roberto, y el joven Diego formaban una de las familias más ricas de la ciudad. De unos 40 años, Catalina era una mujer arrogante, de cabello rubio platinado siempre peinado perfectamente en un elegante moño francés. Sin un cabello fuera de lugar, siempre bien maquillada, ataviada en trajes sastres y vestidos confeccionados exclusivamente para su uso, y siempre perfectamente combinada. Los pequeños lentes de lectura apenas completaban su estirado retrato. De ella salían las órdenes, y debían acatarse al pie de la letra, a riesgo de una fuerte reprimenda si sucedía lo contrario.
Roberto, por otro lado, parecía el marido perfecto. Alto, en su juventud parecía haber sido bastante apuesto. Ahora, cumplidos más de 50 años, su porte evidenciaba lo perdido por la edad. Su voz profunda le confería autoridad, y sus 1.90 metros de estatura le daban ese aire de grandeza y poderío que todos temían fuera de la familia. Pero dentro, era tan sólo un enclenque cumplelo-todo siempre dispuesto a satisfacer a su mujer en todo lo que pidiera, a pesar de que ella no los satisficiera a él. Roberto no era la excepción a la regla que dice que las apariencias engañan.
Y luego estaba Diego. Dieguito Mendoza, el hijo único de Catalina y Roberto, malcriado hasta la médula y con ese aire de superioridad heredado de su madre multiplicado a la décima potencia. Un bueno-para-nada viviendo a costa de sus padres, esperando heredar una fortuna, además del puesto de Roberto en el gobierno. De apenas 19 años, ya tenía el futuro solucionado y el mundo a sus pies. En el lugar correcto para pisotearlo.
La ciudad era pequeña y de escasos habitantes, pero los Mendoza cumplían con la función de ser la élite. Y serlo les costaba bastante. Ya habían pasado por docenas de empleadas y aún no encontraban una que cumpliera con sus exigencias en silencio y sin rebelarse.
- Contrata a una criada - le ordenó esa mañana doña Catalina a don Roberto.
- No tienes que contratar a nadie - le dijo al señor Mendoza Esteban Ramírez, otro alto mando en la política municipal.
- Habla, ¿cuál es tu plan?
- Adopta a una cualquiera. No te costará un salario, sólo alimentos y ropa de vez en cuando. Y no se rebelará. Además -y esto lo dijo como quien cuenta un secreto- son perfectas para satisfacer toda clase de necesidades... si es que me entiendes.
Toda clase de necesidades... repetía en su cabeza Roberto Mendoza a la hora de la cena. Esa parte estaba haciendo trizas su cabeza, además de otras partes de su cuerpo. ¿Cómo lo haré? ¿Aceptará? ¿Qué dirá? Todas esas preguntas se agolpaban en su mente, pero tenía que intentarlo.
- ¿Adoptar? ¿Estás seguro?
- Sería más barato y permanente.
- Pero sería como tener a una hermana, ¿no? Eso no me gusta.
- ¡Vamos, familia! Sería una empleada, aunque con nuestro apellido.
- Encárgate de eso, Roberto - fue la última palabra de Catalina.
Era como tener el camino libre para hacer su voluntad, y esto lo excitó.
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