May 9, 2009

Toma 1: mar

Primera toma.

Hay una playa. El mar se ve al fondo, confundiendose con el cielo. Se oyen unas cuantas gaviotas, y los cangrejos se esconden entre la arena. Es un día de verano, por lo que la playa debería estar llena de chiquillos corriendo con pelotas en las manos, y padres precavidos tomando el sol mientras vigilan a los niños. De parejas derrochando miel como si nadie más existiera, sin darse cuenta de que las señoras solteronas que han ido con su familia los ven reprobatoriamente, aunque en el fondo las lágrimas se agolpan por la envidia. Esta vez, no hay nadie que aprecie la majestuosidad del océano.
Bueno, casi nadie.
Las olas llegan a sus pies, en donde la espuma blanca se queda un momento hasta desaparecer. La marea pronto llegará a donde ella está, mojándola completamente, pero eso parece no importarle. Quizás no le molesta, quizás tiene mejores cosas en qué pensar. Pero es extraño que esté ahí, enmedio de la nada, bañada por los 4 elementos, y que no haga nada. Que se limite a permanecer innerte, como una estatua, mientras el sol se queda tatuado en su piel.
El hombre piensa que es una efigie y que sus ojos lo engañan. Podría ser cierto: la distancia es bastante, los reflejos del sol encegecen, y ella no se mueve. Lo único que la distingue de un monumento es el ondeante y largo cabello que la brisa se encarga de mantener vivo. Pero si no está tallada en roca , ¿qué está haciendo ahí? ¿Por qué no entra al agua, o se entierra en la arena, o busca un albergue de los rayos solares?
El hombre está pensando en salir de su refugio y correr hacia la femenina figura. Piensa en pretextos que lo hagan ir hacia el mar y arrebatarle a la mujer que lo observa. Sabe que en su hogar, en esta cabaña playera no hace calor, pero afuera es asfixiante; que en su casita está protegido de la humedad que lo sofoca, que lo hace sudar como si hubiera corrido kilómetros. Y que aquí no entrarán los mosquitos que siempre se comen sus piernas cuando no se da cuenta. Tiene un millón de razones para no salir... pero la única que lo motiva a moverse está sentada afuera, provocándose cáncer en la piel.
La idea del melanoma lo hace ponerse rápidamente la ropa y exponerse al exterior, al sol, a la humedad, a los mosquitos, al rechazo y a la humillación.
El agua le llega ahora a los tobillos, y ha mojado gran parte del vestido, pero ella sigue sin moverse. Abraza sus rodillas desde que llegó, por lo que está adolorida, entumecida y acalambrada, pero la idea de cambiar de posición le parece ridícula y dolorosa. O por lo menos eso simula, pues no ha cambiado ni un momento de lugar ni ha afloja la presión de sus brazos. El cabello es lo único que se mantiene con vida.
Cabello que ahora recibe la suave caricia de un desconocido. Levanta la mirada, pero el sol la lastima y no puede verlo. Sólo reconoce la piel curtida del sol, los dedos largos y firmes que se enredan en su pelo, y la altura que lo hace ver como un gigante a sus ojos. Eso, y una sonrisa insegura, que puede o no haber estado en su rostro.
La estatua cobra vida ante el toque mágico del desconocido.

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