Sé que he dicho mucho y al mismo tiempo no he dicho nada. Y sé que mi historia está un poco one-sided, pero es que no puedo contar lo que no sé, así que mis ojos serán los únicos testigos en este cuento. Por lo pronto, diré algo sencillo sobre mi: tengo 17, vivo con mi madre y mi hermana mayor, voy a la escuela todos los días, tengo algunas amigas y nunca he tenido un novio en serio. Físicamente soy una chica normal, de estatura y complexión normal, de un monótono cabello chocolate (así me describió una vez una amiga y me gustó), y de aburridos ojos castaños. Normal, pues.
Pasada esta vergüenza, prosigamos.
La tercera vez que me encontré con el chico despeinado fue inesperado y sorprendente. Como ya dije antes, desde que lo vi me pareció algo mayor que yo, de unos 18-19 años, y pensé que iba a los cursos para entrar a la universidad. Cuando lo vi sonreír la segunda vez la idea se fue desvaneciendo en mi cabeza, pues su sonrisa era como la de un niño, pero aun así no me cuadraba que fuéramos de la misma edad. La tercera vez que lo vi supe que mi vida en la escuela me había pasado en blanco, o estaba demasiado ciega o era demasiado distraida para nunca haberlo visto en los descansos.
Eran principios de julio y el calor estaba sofocante. Como si cayera directamente sobre el salón, calentándolo hasta límites inimaginables, por lo que cada que la campana sonaba para darnos el descanso de cinco minutos corría al bebedero a ver si de casualidad la fila aun no se había formado, o si era lo suficientemente corta como para darme oportunidad de calmar la sed y regresar a mi salón antes de que el profesor comenzara la clase y cerrara las puertas. Esta vez tuve suerte: en la fila había solo dos personas, aunque algunas se acercaban peligrosamente a robarme mi puesto. Con velocidad sobrehumana me formé cuarta en la fila, después de que un chico apareciera de la nada frente a mi.
Me distraigo fácilmente, he dejado claro, pero esta vez el calor me tenía lo bastante hastiada como para mantenerme atenta a que nadie se metiera en la fila y me robara valiosos minutos. Y fue gracias a esto que noté algo curiosamente familiar en el chico que estaba formado ante mi: un cabello cuidadosamente despeinado, como el de mi salvador del tren. Giré un poco para intentar ver su cara, desechando la idea de que fuera él, ya que mi salvador estudiaba en otro lado (según mis suposiciones) y era imposible que estuviera en mi escuela, en mi fila, intentando tomar agua de mi bebedero. Imposible.
Imposible pero cierto. Después de que pasara a mi bebedero, giró para darme el paso sonriéndome como si fuera lo más normal, mientras yo me quedaba con la boca abierta y el cerebro sacudido.
- ¿No pasas?
- ...
- ¿Estás bien?
- ...
Campana.
Mi super héroe estaba en mi escuela, estudiando a dos salones del mío y sonriéndole (otra vez, según mis suposiciones) a todas las chicas de su salón. Y de los demás salones, seguramente: tenía la cara de niño bueno coqueto-sin-querer amigo-de-todas. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Cómo?
- ¿Estás tarada? ¿Cómo es posible que no te des cuenta de la gente que respira a tu alrededor? En serio, no tengo ni idea de cómo llegamos a ser amigas. Es más, no tengo ni idea de como sobrevives en el mundo exterior. ¿Cómo has evitado que te atropelle un autobús? Debes tener mucha suerte.
Esos mejores amigos sí que saben levantarte el ánimo y darte las respuestas que buscas, ¿no? Después del regaño sí me dijo la respuesta que buscaba: que mi super héroe se llamaba Leonardo, que sí era mayor que nosotras (por un año, lo que significa que no soy taaaan distraida como lo hacen sonar), que estudiaba en el salón D (yo estaba en el B) y que vivía a un par de cuadras de mi casa. Que era popular por ser bonito y carismático y que no entendía como una lerda como yo había tenido la oportunidad de conocerlo y hasta estar en sus brazos cuando no tenía idea de lo que pasaba afuera de mi burbuja.
Debo decir que tiene razón en todo, hasta en lo de lerda. Y también en que soy una suertuda. ¿Quién más se encuentra con un chico lindo en un vagón del metro y acaba formándose tras de él en los bebederos de la escuela?
May 31, 2009
May 26, 2009
Toma 3: tren

Alguna vez escuché que si algo pasa una vez, puede nunca volver a suceder, pero si pasa dos veces, inevitablemente ocurrirá una tercera. Así pasa también con las personas. Así me ha pasado a mi.
Cada mañana tengo que tomar el subterráneo para llegar a mi escuela. Salgo de mi casa corriendo hasta la estación, abordo el subte y bajo a una cuadra de la escuela, donde vuelvo a correr para entrar antes de que suene la campana de entrada. Es mi rutina y por lo general no pongo más atención que a mis pasos, y, a veces, a mi tarea sin terminar. He logrado perfeccionar la técnica de terminar los deberes en el subte, así sea sentada o de pie en medio del tumulto. Y por eso nunca me percato de que hay cientos de personas que abordan el mismo vagón que yo, y se bajan en la misma parada que yo.
Claro que siempre existen ocasiones en que un factor cambia y toda la ecuación tiene un nuevo resultado. Y algo cambió una mañana de junio, a mitad de las vacaciones de verano.
No sé por qué, pero la noche anterior no podía dormir. Di vueltas interminables sobre mi cama, incómoda e insomne. Era horrible y me estaba hartando, por lo que decidí prender la luz y revisar mis cosas de la escuela: había una tarea a medio terminar para el primer periodo que planeaba terminar en el tren de camino a clases. Como el sueño no llegaba, se me hizo muy fácil leerla, terminarla y si aún estaba despierta adelantar algún ejercicio fácil del libro. Ni qué decir que luego de terminar la tarea me quedé totalmente dormida, dejando de lado la idea de adelantar algo. Así, al otro día estaba totalmente libre a la hora de abordar el tren.
Cabe aclarar que para estos días no llevábamos el uniforme obligatorio. Al ser verano, nos dejaban ir en ropa normal, siempre que no fuera demasiado provocativa, por lo que no me molestaba ir en jeans y alguna blusa linda de mi guardarropas, y la mochila con los libros en la espalda. Así que si algún otro estudiante iba en el tren, yo ni cuenta me daba.
Llegué más temprano que de costumbre al vagón, y tuve la suerte de encontrar un asiento vacío a unos pasos de la puerta, en donde me acomodé sin pensarlo. Y esperé unos minutos a que cerrara la puerta y saliera disparado rumbo a la escuela. Aburrido... hasta que dos segundos antes de que se cerraran las puertas oí un golpe y vi escurrirse adentro del tren a un chico como algunos años mayor que yo, con el cabello enmarañado y los pantalones desgarrados. Ya que se veía mayor pensé que iba a la escuela de al lado, a los cursos preparatorios para los exámenes universitarios: después de todo, las clases comenzaban en septiembre y los exámenes de admisión debían aplicarse a mediados de julio. Como sea, este pensamiento me duró dos segundos, pues di la vuelta y me dediqué a escuchar música con los audífonos y no ponerle atención a nada del vagón hasta que llegara a mi parada. Decidí sobre todo esto último después de ver a la gente que entraba y salía: señoras, hombres de negocios, niños en grupos de tres o cuatro, chicos y chicas como de mi edad, y gente de dudosa procedencia y ocupación. Me mareaban y preferí dejarlo por la paz: mejor mirar al piso y no pensar en nada, que andar averiguando la vida secreta de cuanto vago pasara frente a mi.
Para cuando llegué a la escuela, el chico despeinado ya era un recuerdo borroso, y tras un par de semanas, ya ni siquiera formaba parte de mis memorias.
Algo que pasa una vez puede nunca volver a pasar... este no es el caso. La siguiente vez que lo vi la situación fue opuesta. Llegaba corriendo al vagón, tarde como siempre, y las puertas se cerraban para mi. Ya me había hecho a la idea que llegaría tarde, y que con el impulso que llevaba llegaría a estamparme contra las puertas cerradas del vagón, por lo que cuando sentí que chocaba con alguien y que ese alguien me tomaba de los brazos para no golpear las puertas con la cabeza entré en una especie de mini shock. Cuando me volvió la sangre al cerebro y pude abrir los ojos, me di cuenta de que mis suposiciones habían errado: no me estampé, no me quedé afuera, no iba a llegar tarde a la escuela, y alguien me había salvado de sufrir una contusión en la cabeza. Y ya que pude digerir todo eso, me sorprendí de una cosa más: estaba atrapada (literalmente -había mil gente en el vagón y desafiábamos las leyes de la física) entre los brazos del chico del despeine. Y él me estaba viendo con ojos de curiosidad, mientras mi cara se inundaba de rojo hasta las orejas.
Cuando nos acercábamos a mi destino se lo hice saber sin palabras, alejándome lentamente de él y de su abrazo forzoso. Pero el no aliviaba la tensión de sus brazos, sino que parecía no notar mis esfuerzos por soltarme. Al contrario, cuando anunciaron por el sonido la siguiente estación, tomó una de mis manos y me jaló entre el gentío para quedar ambos sobre la plataforma, sin decir una sola palabra. Y, con una radiante pero perturbadora (ésto por la ausencia de palabras de su parte, y, bueno, de la mía) sonrisa, me soltó la mano prisionera y salió corriendo hacia la salida.
Esa vez volví a llegar tarde (más tarde que de costumbre) a la escuela. Tarde y desorientada, y con la tarea a medio terminar.
Y como lo que pasa dos veces pasará una tercera, estaba segura de que lo volvería a ver.
May 12, 2009
Toma 2
DISCLAIMER:
Esta es una historia (copia barata de un libro que amé) que no terminé de escribir. Que ni siquiera comencé, para dejarlo claro. El inicio es idéntico a ese libro que amé. Lo demás, iba saliendo de mis dedos. (Creo que no debería preocuparme ya que nadie pasa a leer este blog, ¿verdad?) Tal vez un día lo continúe...
Había una vez una prostituta.
No, mejor no. Un gran escritor alguna vez escribió un libro de esa manera. y por eso creo irrespetuoso (además de criminal) copiar esa línea de entrada. Mejor, digamos que érase una vez una niña que, por azares de la vida, se convirtió en una vendedora. La vendedora del placer.
Martín es un hombre responsable. Va a trabajar diario, así su salud esté mal o su cabeza lo mate. Compra el periódico todos los días para estar enterado de lo que pasa y no pasa en la ciudad. Corta el césped de su jardín, saca la basura, pasea a su perro, asiste a las juntas escolares y sale con su familia todos los fines de semana así llueva o caiga nieve afuera. Es un hombre responsable de una carga que él no quería, pero que sabe que merece.
A causa de un preservativo defectuoso, su novia de la secundaria terminó embarazada, y como eran otros tiempos, tuvo que casarse con ella. Huir no era una opción, como tampoco lo era tener al bebé sin estar legalmente juntos. En sus familias, la deshonra era lo último que podía soportarse. Así que abandonó sus sueños de viajar, de trabajar como corresponsal y conocer el mundo, para hacerse cargo de la familia que él no pidió. Quince años después, Martín tiene dos hijos, una esposa que lo ahoga, un trabajo mal pagado y el deseo de morir. Es un hombre normal en un país del tercer mundo. 35 años y la mentalidad de un anciano.
¿Y la prostituta?
De la unión de un árabe perdido en España y de una española demasiado "hospitalaria" nació una niña de ojos aceitunados y tez morena. Su madre la llamó Eva (un nombre que forma parte de la ironía de su vida, de la cual en este momento no sabe nada, pero de la que algún día se reirá y/o despreciará). A causa de su apariencia tan diferente, Eva era víctima de miradas y rumores. La "hospitalidad" de su madre era famosa, y ella era la prueba viviente que los vecinos necesitaban. Sin embargo, Eva luchaba por ganarse un lugar en la sociedad que tanto la repudiaba, y a tan corta edad, trataba de hacer amigos y lloraba cada vez que el niño al que acababa de conocer la rechazaba por órdenes de su madre. Eva no entendía, y mamá hacía poco por explicarle por que las mamás de los otros niños la veían de esa forma y se alejaban de ella como si apestara.
Y luego, mamá murió. Un virus, se dijo. Sin cura ni tratamiento, dijeron. Sólo se fue apagando hasta acabarse. Eva tenía 6 años.
Llevada por las circunstancias a un orfanato, Eva creció sin amor, sin hogar y sin familia. Pronto sería una adolescente y no tenía una figura que la orientara en los peores años de su vida.
Y entonces, la adoptaron.
Catalina, Roberto, y el joven Diego formaban una de las familias más ricas de la ciudad. De unos 40 años, Catalina era una mujer arrogante, de cabello rubio platinado siempre peinado perfectamente en un elegante moño francés. Sin un cabello fuera de lugar, siempre bien maquillada, ataviada en trajes sastres y vestidos confeccionados exclusivamente para su uso, y siempre perfectamente combinada. Los pequeños lentes de lectura apenas completaban su estirado retrato. De ella salían las órdenes, y debían acatarse al pie de la letra, a riesgo de una fuerte reprimenda si sucedía lo contrario.
Roberto, por otro lado, parecía el marido perfecto. Alto, en su juventud parecía haber sido bastante apuesto. Ahora, cumplidos más de 50 años, su porte evidenciaba lo perdido por la edad. Su voz profunda le confería autoridad, y sus 1.90 metros de estatura le daban ese aire de grandeza y poderío que todos temían fuera de la familia. Pero dentro, era tan sólo un enclenque cumplelo-todo siempre dispuesto a satisfacer a su mujer en todo lo que pidiera, a pesar de que ella no los satisficiera a él. Roberto no era la excepción a la regla que dice que las apariencias engañan.
Y luego estaba Diego. Dieguito Mendoza, el hijo único de Catalina y Roberto, malcriado hasta la médula y con ese aire de superioridad heredado de su madre multiplicado a la décima potencia. Un bueno-para-nada viviendo a costa de sus padres, esperando heredar una fortuna, además del puesto de Roberto en el gobierno. De apenas 19 años, ya tenía el futuro solucionado y el mundo a sus pies. En el lugar correcto para pisotearlo.
La ciudad era pequeña y de escasos habitantes, pero los Mendoza cumplían con la función de ser la élite. Y serlo les costaba bastante. Ya habían pasado por docenas de empleadas y aún no encontraban una que cumpliera con sus exigencias en silencio y sin rebelarse.
- Contrata a una criada - le ordenó esa mañana doña Catalina a don Roberto.
- No tienes que contratar a nadie - le dijo al señor Mendoza Esteban Ramírez, otro alto mando en la política municipal.
- Habla, ¿cuál es tu plan?
- Adopta a una cualquiera. No te costará un salario, sólo alimentos y ropa de vez en cuando. Y no se rebelará. Además -y esto lo dijo como quien cuenta un secreto- son perfectas para satisfacer toda clase de necesidades... si es que me entiendes.
Toda clase de necesidades... repetía en su cabeza Roberto Mendoza a la hora de la cena. Esa parte estaba haciendo trizas su cabeza, además de otras partes de su cuerpo. ¿Cómo lo haré? ¿Aceptará? ¿Qué dirá? Todas esas preguntas se agolpaban en su mente, pero tenía que intentarlo.
- ¿Adoptar? ¿Estás seguro?
- Sería más barato y permanente.
- Pero sería como tener a una hermana, ¿no? Eso no me gusta.
- ¡Vamos, familia! Sería una empleada, aunque con nuestro apellido.
- Encárgate de eso, Roberto - fue la última palabra de Catalina.
Era como tener el camino libre para hacer su voluntad, y esto lo excitó.
Esta es una historia (copia barata de un libro que amé) que no terminé de escribir. Que ni siquiera comencé, para dejarlo claro. El inicio es idéntico a ese libro que amé. Lo demás, iba saliendo de mis dedos. (Creo que no debería preocuparme ya que nadie pasa a leer este blog, ¿verdad?) Tal vez un día lo continúe...
Había una vez una prostituta.
No, mejor no. Un gran escritor alguna vez escribió un libro de esa manera. y por eso creo irrespetuoso (además de criminal) copiar esa línea de entrada. Mejor, digamos que érase una vez una niña que, por azares de la vida, se convirtió en una vendedora. La vendedora del placer.
Martín es un hombre responsable. Va a trabajar diario, así su salud esté mal o su cabeza lo mate. Compra el periódico todos los días para estar enterado de lo que pasa y no pasa en la ciudad. Corta el césped de su jardín, saca la basura, pasea a su perro, asiste a las juntas escolares y sale con su familia todos los fines de semana así llueva o caiga nieve afuera. Es un hombre responsable de una carga que él no quería, pero que sabe que merece.
A causa de un preservativo defectuoso, su novia de la secundaria terminó embarazada, y como eran otros tiempos, tuvo que casarse con ella. Huir no era una opción, como tampoco lo era tener al bebé sin estar legalmente juntos. En sus familias, la deshonra era lo último que podía soportarse. Así que abandonó sus sueños de viajar, de trabajar como corresponsal y conocer el mundo, para hacerse cargo de la familia que él no pidió. Quince años después, Martín tiene dos hijos, una esposa que lo ahoga, un trabajo mal pagado y el deseo de morir. Es un hombre normal en un país del tercer mundo. 35 años y la mentalidad de un anciano.
¿Y la prostituta?
De la unión de un árabe perdido en España y de una española demasiado "hospitalaria" nació una niña de ojos aceitunados y tez morena. Su madre la llamó Eva (un nombre que forma parte de la ironía de su vida, de la cual en este momento no sabe nada, pero de la que algún día se reirá y/o despreciará). A causa de su apariencia tan diferente, Eva era víctima de miradas y rumores. La "hospitalidad" de su madre era famosa, y ella era la prueba viviente que los vecinos necesitaban. Sin embargo, Eva luchaba por ganarse un lugar en la sociedad que tanto la repudiaba, y a tan corta edad, trataba de hacer amigos y lloraba cada vez que el niño al que acababa de conocer la rechazaba por órdenes de su madre. Eva no entendía, y mamá hacía poco por explicarle por que las mamás de los otros niños la veían de esa forma y se alejaban de ella como si apestara.
Y luego, mamá murió. Un virus, se dijo. Sin cura ni tratamiento, dijeron. Sólo se fue apagando hasta acabarse. Eva tenía 6 años.
Llevada por las circunstancias a un orfanato, Eva creció sin amor, sin hogar y sin familia. Pronto sería una adolescente y no tenía una figura que la orientara en los peores años de su vida.
Y entonces, la adoptaron.
Catalina, Roberto, y el joven Diego formaban una de las familias más ricas de la ciudad. De unos 40 años, Catalina era una mujer arrogante, de cabello rubio platinado siempre peinado perfectamente en un elegante moño francés. Sin un cabello fuera de lugar, siempre bien maquillada, ataviada en trajes sastres y vestidos confeccionados exclusivamente para su uso, y siempre perfectamente combinada. Los pequeños lentes de lectura apenas completaban su estirado retrato. De ella salían las órdenes, y debían acatarse al pie de la letra, a riesgo de una fuerte reprimenda si sucedía lo contrario.
Roberto, por otro lado, parecía el marido perfecto. Alto, en su juventud parecía haber sido bastante apuesto. Ahora, cumplidos más de 50 años, su porte evidenciaba lo perdido por la edad. Su voz profunda le confería autoridad, y sus 1.90 metros de estatura le daban ese aire de grandeza y poderío que todos temían fuera de la familia. Pero dentro, era tan sólo un enclenque cumplelo-todo siempre dispuesto a satisfacer a su mujer en todo lo que pidiera, a pesar de que ella no los satisficiera a él. Roberto no era la excepción a la regla que dice que las apariencias engañan.
Y luego estaba Diego. Dieguito Mendoza, el hijo único de Catalina y Roberto, malcriado hasta la médula y con ese aire de superioridad heredado de su madre multiplicado a la décima potencia. Un bueno-para-nada viviendo a costa de sus padres, esperando heredar una fortuna, además del puesto de Roberto en el gobierno. De apenas 19 años, ya tenía el futuro solucionado y el mundo a sus pies. En el lugar correcto para pisotearlo.
La ciudad era pequeña y de escasos habitantes, pero los Mendoza cumplían con la función de ser la élite. Y serlo les costaba bastante. Ya habían pasado por docenas de empleadas y aún no encontraban una que cumpliera con sus exigencias en silencio y sin rebelarse.
- Contrata a una criada - le ordenó esa mañana doña Catalina a don Roberto.
- No tienes que contratar a nadie - le dijo al señor Mendoza Esteban Ramírez, otro alto mando en la política municipal.
- Habla, ¿cuál es tu plan?
- Adopta a una cualquiera. No te costará un salario, sólo alimentos y ropa de vez en cuando. Y no se rebelará. Además -y esto lo dijo como quien cuenta un secreto- son perfectas para satisfacer toda clase de necesidades... si es que me entiendes.
Toda clase de necesidades... repetía en su cabeza Roberto Mendoza a la hora de la cena. Esa parte estaba haciendo trizas su cabeza, además de otras partes de su cuerpo. ¿Cómo lo haré? ¿Aceptará? ¿Qué dirá? Todas esas preguntas se agolpaban en su mente, pero tenía que intentarlo.
- ¿Adoptar? ¿Estás seguro?
- Sería más barato y permanente.
- Pero sería como tener a una hermana, ¿no? Eso no me gusta.
- ¡Vamos, familia! Sería una empleada, aunque con nuestro apellido.
- Encárgate de eso, Roberto - fue la última palabra de Catalina.
Era como tener el camino libre para hacer su voluntad, y esto lo excitó.
May 11, 2009
Intermedio
Creo que te quiero... más de lo humanamente posible.
Creo que la principal razón por la que te quiero es porque tú no me quieres: razón poderosa. Por que lo que se tiene se desdeña, pero lo que no se tiene se anhela.
Te quiero por que eres imposible. Por que mis manos no te alcanzan. Porque sólo puedo verte, como un niño al que le han prohibido tocar el más antiguo, frágil y hermoso juguete. Porque por más que corra estarás fuera de mi alcance.
Quisiera no quererte, pero me gusta quererte. La vena masoquista late en mi, y alimenta mis impulsos de quererte más, de admirarte más, de acercarme más a ti aunque me quemes.
Creo que te quiero. Creo que no te quiero. Quiero quererte y no quererte.
Las margaritas deshojadas se acumulan a mis pies, indecisas de su fortuna. ¿Me quiere o no me quiere? ¿Lo quiero o no lo quiero?
Estoy hecha pedazos.
Pero sé que quiero que me quieras, al menos, un poquito tanto como yo.
Creo que la principal razón por la que te quiero es porque tú no me quieres: razón poderosa. Por que lo que se tiene se desdeña, pero lo que no se tiene se anhela.
Te quiero por que eres imposible. Por que mis manos no te alcanzan. Porque sólo puedo verte, como un niño al que le han prohibido tocar el más antiguo, frágil y hermoso juguete. Porque por más que corra estarás fuera de mi alcance.
Quisiera no quererte, pero me gusta quererte. La vena masoquista late en mi, y alimenta mis impulsos de quererte más, de admirarte más, de acercarme más a ti aunque me quemes.
Creo que te quiero. Creo que no te quiero. Quiero quererte y no quererte.
Las margaritas deshojadas se acumulan a mis pies, indecisas de su fortuna. ¿Me quiere o no me quiere? ¿Lo quiero o no lo quiero?
Estoy hecha pedazos.
Pero sé que quiero que me quieras, al menos, un poquito tanto como yo.
May 9, 2009
Toma 1: mar
Primera toma.
Hay una playa. El mar se ve al fondo, confundiendose con el cielo. Se oyen unas cuantas gaviotas, y los cangrejos se esconden entre la arena. Es un día de verano, por lo que la playa debería estar llena de chiquillos corriendo con pelotas en las manos, y padres precavidos tomando el sol mientras vigilan a los niños. De parejas derrochando miel como si nadie más existiera, sin darse cuenta de que las señoras solteronas que han ido con su familia los ven reprobatoriamente, aunque en el fondo las lágrimas se agolpan por la envidia. Esta vez, no hay nadie que aprecie la majestuosidad del océano.
Bueno, casi nadie.
Las olas llegan a sus pies, en donde la espuma blanca se queda un momento hasta desaparecer. La marea pronto llegará a donde ella está, mojándola completamente, pero eso parece no importarle. Quizás no le molesta, quizás tiene mejores cosas en qué pensar. Pero es extraño que esté ahí, enmedio de la nada, bañada por los 4 elementos, y que no haga nada. Que se limite a permanecer innerte, como una estatua, mientras el sol se queda tatuado en su piel.
El hombre piensa que es una efigie y que sus ojos lo engañan. Podría ser cierto: la distancia es bastante, los reflejos del sol encegecen, y ella no se mueve. Lo único que la distingue de un monumento es el ondeante y largo cabello que la brisa se encarga de mantener vivo. Pero si no está tallada en roca , ¿qué está haciendo ahí? ¿Por qué no entra al agua, o se entierra en la arena, o busca un albergue de los rayos solares?
El hombre está pensando en salir de su refugio y correr hacia la femenina figura. Piensa en pretextos que lo hagan ir hacia el mar y arrebatarle a la mujer que lo observa. Sabe que en su hogar, en esta cabaña playera no hace calor, pero afuera es asfixiante; que en su casita está protegido de la humedad que lo sofoca, que lo hace sudar como si hubiera corrido kilómetros. Y que aquí no entrarán los mosquitos que siempre se comen sus piernas cuando no se da cuenta. Tiene un millón de razones para no salir... pero la única que lo motiva a moverse está sentada afuera, provocándose cáncer en la piel.
La idea del melanoma lo hace ponerse rápidamente la ropa y exponerse al exterior, al sol, a la humedad, a los mosquitos, al rechazo y a la humillación.
El agua le llega ahora a los tobillos, y ha mojado gran parte del vestido, pero ella sigue sin moverse. Abraza sus rodillas desde que llegó, por lo que está adolorida, entumecida y acalambrada, pero la idea de cambiar de posición le parece ridícula y dolorosa. O por lo menos eso simula, pues no ha cambiado ni un momento de lugar ni ha afloja la presión de sus brazos. El cabello es lo único que se mantiene con vida.
Cabello que ahora recibe la suave caricia de un desconocido. Levanta la mirada, pero el sol la lastima y no puede verlo. Sólo reconoce la piel curtida del sol, los dedos largos y firmes que se enredan en su pelo, y la altura que lo hace ver como un gigante a sus ojos. Eso, y una sonrisa insegura, que puede o no haber estado en su rostro.
La estatua cobra vida ante el toque mágico del desconocido.
Hay una playa. El mar se ve al fondo, confundiendose con el cielo. Se oyen unas cuantas gaviotas, y los cangrejos se esconden entre la arena. Es un día de verano, por lo que la playa debería estar llena de chiquillos corriendo con pelotas en las manos, y padres precavidos tomando el sol mientras vigilan a los niños. De parejas derrochando miel como si nadie más existiera, sin darse cuenta de que las señoras solteronas que han ido con su familia los ven reprobatoriamente, aunque en el fondo las lágrimas se agolpan por la envidia. Esta vez, no hay nadie que aprecie la majestuosidad del océano.
Bueno, casi nadie.
Las olas llegan a sus pies, en donde la espuma blanca se queda un momento hasta desaparecer. La marea pronto llegará a donde ella está, mojándola completamente, pero eso parece no importarle. Quizás no le molesta, quizás tiene mejores cosas en qué pensar. Pero es extraño que esté ahí, enmedio de la nada, bañada por los 4 elementos, y que no haga nada. Que se limite a permanecer innerte, como una estatua, mientras el sol se queda tatuado en su piel.
El hombre piensa que es una efigie y que sus ojos lo engañan. Podría ser cierto: la distancia es bastante, los reflejos del sol encegecen, y ella no se mueve. Lo único que la distingue de un monumento es el ondeante y largo cabello que la brisa se encarga de mantener vivo. Pero si no está tallada en roca , ¿qué está haciendo ahí? ¿Por qué no entra al agua, o se entierra en la arena, o busca un albergue de los rayos solares?
El hombre está pensando en salir de su refugio y correr hacia la femenina figura. Piensa en pretextos que lo hagan ir hacia el mar y arrebatarle a la mujer que lo observa. Sabe que en su hogar, en esta cabaña playera no hace calor, pero afuera es asfixiante; que en su casita está protegido de la humedad que lo sofoca, que lo hace sudar como si hubiera corrido kilómetros. Y que aquí no entrarán los mosquitos que siempre se comen sus piernas cuando no se da cuenta. Tiene un millón de razones para no salir... pero la única que lo motiva a moverse está sentada afuera, provocándose cáncer en la piel.
La idea del melanoma lo hace ponerse rápidamente la ropa y exponerse al exterior, al sol, a la humedad, a los mosquitos, al rechazo y a la humillación.
El agua le llega ahora a los tobillos, y ha mojado gran parte del vestido, pero ella sigue sin moverse. Abraza sus rodillas desde que llegó, por lo que está adolorida, entumecida y acalambrada, pero la idea de cambiar de posición le parece ridícula y dolorosa. O por lo menos eso simula, pues no ha cambiado ni un momento de lugar ni ha afloja la presión de sus brazos. El cabello es lo único que se mantiene con vida.
Cabello que ahora recibe la suave caricia de un desconocido. Levanta la mirada, pero el sol la lastima y no puede verlo. Sólo reconoce la piel curtida del sol, los dedos largos y firmes que se enredan en su pelo, y la altura que lo hace ver como un gigante a sus ojos. Eso, y una sonrisa insegura, que puede o no haber estado en su rostro.
La estatua cobra vida ante el toque mágico del desconocido.
Subscribe to:
Comments (Atom)