Jul 15, 2010

Cap. 4

Cuando desperté, como media hora después, me sentía demasiado cómoda para estar todavía en los raídos asientos del tren. El zumbido en mis oídos había disminuído, pero el mareo y la migraña seguían en el punto máximo del dolor. Aturdida como estaba, traté de levantarme un poco para averiguar la suavidad que me sostenía, justo en el momento que el vagón pasaba por "turbulencias" y me arrojaba de nuevo contra el asiento, agravando mis dolores.
-Chica sin nombre, no sé qué tendrás, si seguirás deshidratada o qué, pero en serio, no trates de levantarte. Bastante pesado fue subirte como para que te me escapes por ahí sin ayuda.
La voz musical, conocida y divertida resonó en mis oídos mientras trataba de recordar la situación completa, aparte de los raros ojos que me miraban con gracia cuando me adormilaba en el piso de la estación. Mi memoria decía que me había quedado dormida ahí, aletargada por el dolor, pero tenía una laguna en el momento de entrar al tren.
Leo.
En ese nombre se resumía toda la explicación. Y, en realidad, todos los días de mi vida desde aquella primera ocasión. Definitivamente el chico despeinado y algo grosero tenía que ver con mi subida al tren, con mi deshidratación del bebedero, y hasta con la migraña (tanto pensar y tan poco dormir definitivamente me habían causado la horrible jaqueca). Estaba en mis sueños, en mis pesadillas y en mi memoria.
Y, bueno, también en el asiento de al lado, mirándome divertido mis cambios de humor y la traducción que mi rostro dejaba asomar. Me estaba observando, y al mismo tiempo, exasperándome.
Y de repente me golpeó la otra realidad. La que me decía que iba a mi casa con casi dos horas de retraso, que el chico a mi lado llevaba mis cosas sin intención de dejarme libre para llegar sola, que mi cabeza no me dejaba ver bien pasando de mi nariz, y que mi madre iba a hacer un alboroto de todo esto junto y revuelto.
Ahí me puse de pie de nuevo con la intención de salir del tren, sin importar que Leo, el famoso Leo, aun no supiera ni mi nombre y siguiera riendose de mi no a mis espaldas, sino en mi cara.
¿Adivinas qué pasó?
Así es: me caí en medio del vagón.