Jan 29, 2010

Road Trip al horizonte


Era la tercera vez que checaba el celular buscando una llamada suya, y era la tercera vez que no encontraba nada. Y tan sólo habían pasado 6 minutos entre una y otra. ¿Qué me estaba sucediendo? Me volvía cada vez más esclava de ese profundo sentimeinto que había empezado con un desinterés completo y que ahora me volvía una zombie que no podía hacer más que escuchar canciones emo y checar el celular cada tres minutos para ver si había al menos un mensaje nuevo. Definitivamente estaba en problemas.
Decidí después de otros seis minutos y tres checadas más que no podía seguir así, al menos por el día. Era horrible estar atada a los designios de una persona que apenas unos meses atrás ni siquiera sabía que existía en mi mundo. Desconecté el celular, lo guardé al fondo de la gaveta de las calcetas y me propuse salir del encierro en el que esta persona me había metido.
La ducha fue lo más placentero. El agua caliente parecía que me liberaba y, en vez de envolverme en una somnolencia normal, me abría cada vez más los ojos y los poros para salir por la ciudad y dejar atrás el sonido de su voz. Afuera, el sol se había ocultado después de aparecer brevemente entre las nubes grises y el viento frío volvía a llevarse las hojas más sueltas de los árboles que, débiles, se dejaban arrastrar por esa fría brisa invernal. Pero no me importó: me abrigué lo mejor que pude, me puse bufanda y abrigo, me enfundé los guantes y con mis mejores tenis empecé mi acoso al viento, a la libertad que se me había sido negada.
Recordé el auto que mamá había dejado mal estacionado en la entrada de la casa. Nada me costaba tomar las llaves y llevármelo como mudo cómplice de mi persecución. Que fuera pésima manejando no representaba ningún problema en mi plan de huída. Que el auto tuviera el más potente equipo de sonido de la casa era, además, un plus a mi intento de escape.
Y eso hice. Dejé el celular, mis preocupaciones, mi psicosis y mi mal humor en la puerta de la casa, y sólo me llevé las llaves del auto, la cartera y un paquete completo de chicles de naranja que me mantendrían despierta si las horas de sueño no utilizadas durante la noche me asaltaban a mitad del camino.
El horizonte era mi destino, al menos hasta la noche, cuando todos mis fantasmas cobraran forma y tuviera que parar y avisar a mis padres que no estaba secuestrada y que no se había robado el auto.
Pero bueno, para eso aún faltan muchas horas de recorrido directo a la línea que separa el cielo y la tierra.